La crisis de los 30

En 2001, justo un mes y medio después de cumplir los treinta años, Wynona Ryder robó vestidos y complementos por valor de 5.500 dólares. En 2005 Kate Moss, nacida en el 74, era retratada esnifando cocaína. En 1993 (sí, con 30 años), Jhonny Depp rompe con la cleptómana en ciernes Wynona, destroza una habitación de hotel y se casa con una maquilladora para divorciarse dos años después (más tarde se liaría con la modelo que acaba de afirmar, en declaraciones exclusivas, que nunca ha sido cocainómana, Kate). En 1999, pocos meses antes de cumplir 30 años, Marco Pantani se pasa con la EPO (no tenía suficiente con ganar cuatro etapas en el Giro e ir líder destacado) y lo expulsan de la carrera el penúltimo día. Apenas cuatro años después encuentra la muerte en un hotel de costa, cerca de su localidad natal.
Sirvan estos breves ejemplos para ilustrar una crísis que a lo largo de la vida se puede convertir en una tontuna, o en la definitiva. Cuando tienes 70 tacos imagino que la crisis de los 30 fue una auténtica gilipollez, pero como las cosas solo son en el presente, cuando la vives es el peor enemigo al que te enfrentas. Yo, que para tantas cosas he sido bastante tardío (no entraré en más detalles a este respecto, aunque tal vez, con paciencia y los años, podáis encontrarlos más adelante en este modesto blog), la viví prematuramente a los 28. Fue un año complicado. Volví de Granada, una ciudad barata en la que se puede trampear con pocos ingresos (lo difícil es conseguir muchos allí) y en la que con un litro en el mirador de Carvajales se puede llegar a atisbar la felicidad; una ciudad en la que compartes vida con un montón de jóvenes interesantes que han ido allí a estudiar, a formarse, y en la que el futuro se dilata hasta un hipotético mañana que nunca llega. Me volví a Barcelona, mi ciudad, en ese mañana ya cumplido, cuando la voluntad de acabar mi segunda carrera pasó a un segundo plano para acceder a esa treintena con un coche, una hipoteca y unos largos viajes que poderme pagar con mi sueldo holgado. El coche me lo compré cuatro años más tarde, la hipoteca todavía no la tengo (ni sé si la conceden a escritores que no hayan ganado el Cervantes, el Planeta y/o el Nacional de Literatura) y los viajes los sigo haciendo por territorio nacional ocho años después de aquello, aunque sigo descubriendo lugares fascinantes (el Mont-Rebei, la Sierra del río Mundo, Calatañazor, las minas de sal a cielo abierto de Añana…). En realidad, estoy empezando a preocuparme ya de la siguiente, la de los cuarenta, con el vello de cada uno de los poros de mi cuerpo erizado mientras observo escrita esa palabra maldita: CUARENTA.
La Última Fiesta fue concebida como una especie de excusa para hablar de esa crisis que luego deja de ser crisis para convertirse en una tontería que se me pasó por la cabeza hace un tiempo, que en realidad consta de un declive físico que se inicia a partir de esos años (alrededor de los 27 o 28) y que se circunscribe a unos síntomas muy claros: las heridas ya no cicatrizan igual, los domingos empiezas a necesitar Almax Forte y los quilos se empiezan a pegar a los riñones y se abrazan a ellos de una manera que antes no lo hacían.

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